Miami desde un puente
-No es mi lugar favorito en la tierra, todo lo contrario- digo, siempre que llego.
Esa primera impresión negativa, de mi parte, que se mantiene firme en cada visita a Miami. Claro, yo veo solo un lado. Solo veo una ciudad hermosa con gente pretenciosa. Extranjeros tanto ciudadanos como turistas.
-No, no es prejuicios- digo, desde la parte posterior del auto. La comida es mala; todo parece parking; no se puede salir de noche; hay que tener auto y todos parecen odiar el país de donde vienen, pero pasan horas criticándolo y todos saben exactamente que hacer para que el tercer mundo mejore. -Visto de afuera todo luce diferente–,termino.
Repito en mi mente mi última frase. Tal vez…si claro, también yo lo (los) veo de afuera, y más allá que todo es poco disfrutable sin dinero, hay postales por doquier.
Intento hablar con algunos latinos que trabajan aquí. Todos dicen que el esfuerzo es mucho; muchas horas; muchos días; varios años para rentar un lugar. Varios salieron huyendo de “allá” por motivos varios. Otros hicieron una vida nueva. Algunos son hijos que nunca vieron el país que les dio la lengua que hablan. Todos saben perfectamente que pensar, algunos quieren volver, otros saben que ya no pueden.
-No quiero esto para mí– digo. No quiero no pertenecer a ningún lugar y que un día sea demasiado tarde para volver; tarde para sentirme parte, otra vez, del lugar de donde partí y sentirme bien porque todos estamos en la misma situación…o algo parecida.
-Mal de muchos, consuelo de tontos– digo.
El auto se detiene en un tramo final de uno de lo largos puentes que comunican el Down Town con South Miami. La arena clara se extiende hasta el agua verdosa. Allá, en el extremo de la Isla, los nuevos edificios invitan a soñar que uno es parte de esas vidas de lujo... y en la punta de la pirámide lo mismo de siempre y en la necesaria base los soñadores que, intentando darle impulso, le dan su pulso a una ciudad estadounidense donde no habla español el que no quiere.
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